Francisco Cristancho: La historia viva de la montaña, los Andes, el interior
Por: Germán Sandoval
A este tosco paso los ritmos andinos colombianos, el bambuco, la danza, el pasillo, y tantos otros del interior, parecieran extinguirse. Tributamos en vida a uno de los más grandes emblemas de la música colombiana, el maestro Francisco Cristancho Hernández.
Nuestra cultura musical basada en lo pluriétnico y lo multicultural, acervo que recogimos de nuestros padres, abuelos y bisabuelos, pero cuya transformación, deformación y en tantos casos olvido, terminó amasando un vacío de valores y contenidos, de los que hoy, hasta sentimos vergüenza. Con esa misma nostalgia se arrastra el corazón al ver la devastación de la sabana bogotana, enajenada por el detrimento de sus preciosos verdes campos, que frente a la ambición miope del dinero fácil nos tendrá, mucho antes de lo que calculamos, además de avergonzados, secos.
Hoy tributamos en vida a uno de los más grandes símbolos de la música colombiana, el maestro Francisco Cristancho Hernández. Haber sido su discípulo y formar parte de la historia de la casa Cristancho, también por cuenta de su entrañable hermano Mauricio, (hijos del célebre y prolífico Francisco Cristancho Camargo), se traduce en infinita gratitud y en un privilegio invaluable.
‘La Cristancho’: un conservatorio bien colombiano
‘La Cristancho’, como llegó a conocerse, quedaba a cuadra y media del Parque San Luis, en el sector residencial de Chapinero occidental. Cada salón estaba bautizado con el nombre de alguna composición de ‘Panchito’, llamado así cariñosamente por sus colegas en España: Sala Bacatá, Salón Bachué, Bochica, Pa’ qué me miró, Guatavita. Se configuró entonces una especie de conservatorio popular en el que la familiaridad entre maestros, empleados, estudiantes y administrativos predominaba. La dirección la tomó Mauricio, violinista virtuoso, integrante de la Camerata Lysy, mientras Francisco asumiría la dirección de la Orquesta colombiana, el Quinteto Bacatá y el Taller Musical, entre otros.
Quienes allí estudiamos, aprendimos el mejor solfeo rítmico y esa levedad de la síncopa en la lectura del compás de ¾, pues era el gesto campesino expresado con el saber europeo, cuya impronta fue transmitida por vía de estos dos grandes pedagogos que recogieron el legado musical de su padre.
En una amena y cálida plática, Francisco nos narró fragmentos de su travesía, junto a la de su insigne progenitor. “Me eduqué en un ambiente donde pude hacer tanto la parte rigurosa del conservatorio como la popular. Entonces la visión de todo lo que pasó por mi vida fue tremendamente amplia y favorable”.
Junto con el violonchelo y el piano, Francisco llegó a dominar la trompeta como instrumento principal, ganándose un lugar en la orquesta: “Fui trompetista de la orquesta de mi padre, con quien tocábamos bailes en formato de big band. A su llegada de Europa, esas orquestas eran lo más novedoso. Entre la música más exótica estaba el foxtrot, con arreglos de Glenn Miller y Tommy Dorsey, y música de Pérez Prado. Mi padre fue nombrado director de la Orquesta Universal y enseguida formó la Orquesta Ritmo”.
Pachito, como le dicen sus colaboradores y amigos, continúa: “Entonces no había internet ni televisión. La orquesta era de tal categoría que el presidente Mariano Ospina Pérez era uno de los máximos admiradores de mi padre y le encantaba bailar. Había varias emisoras y ese era el espacio más importante para los músicos. En el segundo piso del Teatro Jorge Eliécer Gaitán estaba el Cabaret Monteblanco de la sociedad bogotana. Por su pensamiento de avanzada, mi padre fue el primero en llevar músicos de color a la orquesta. A esta llegó entonces Antonio María Peñaloza. Luego vendría Lucho Bermúdez, para alternar con nosotros en el Hotel Granada. Los principales clientes eran los judíos, la sociedad bogotana y los árabes. Era importante para los jóvenes ricos bailar bien, hablar francés e inglés. El cantante debía interpretar en varios idiomas. La orquesta vestía elegante y en el caso del Club Unión de Girardot, las mujeres siempre de vestido largo”.
Recordando a sus colegas, anota “La orquesta era de 18 músicos, con una cuerda de cinco trompetas, donde el segundo de cada sección era el solista. Rafico Valera y Mario René, saxofonista costarricense, llevaban los standards al clímax. Alternábamos con un conjunto de música instrumental más tenue donde el pianista era Antonio Becerra. El Grill Colombia tenía un piano Steinway de cola, el Waldorf, El Miramar; en fin, todo grill de categoría lo tenía”.
Además, precisa: “Había unos 20 establecimientos de renombre, pero, también cabarets que funcionaban como burdeles y contrataban músicos, ya sin la distinción y categoría de los otros. Candilejas se inauguró con Lucho Bermúdez y al mes entré como pianista y chelista a la Sinfónica”.
Al preguntarle por los músicos más significativos en su vida, destaca al pianista y compositor estonio radicado colombiano, Olav Roots: “Estudié y toqué con él en la Orquesta Sinfónica de Colombia, cuando fue su director, me tenía mucha confianza y le aprendí muchísimo. También a Luis Biava, concertino y director asistente de la misma orquesta”.
Sus anécdotas son innumerables, y pese a transitar los 80 años, se mantiene lúcido, vigente y productivo. Actualmente reside en Anapoima, rodeado de su esposa Myriam, sus hijos Eliana (flautista), su yerno Simón (bajista), su hija menor Alejandra, su nieto, y su hijo Andrés (director, productor y saxofonista), quien lo salvaguarda como amigo, confidente, asesor y lazarillo en todos los frentes; en compañía de su inseparable amiga… la música del interior.